Wednesday, February 01, 2006

 

comelibros: vacaciones

Recuerdo que alguien me dijo que no se puede leer a Kafka en la playa, una afirmación que me sonó demasiado a estudiante de literatura buscando la instrospección. Aunque lo importante es lo que quiere decir en el fondo: salir de vacaciones exige a sintonizar el paisaje con los libros. O contraponerlos. Dependiendo de cada quien, hay obras que no se pueden leer si no es estando de viaje, en movimiento, fuera de casa, en otro lugar que no sean los extramuros de la ciudad, el campo o la playa, aquel silencio.

Es como si la mente y el corazón, lejos de la rutina, se obligaran a hacer lecturas distintas buscando vías de escape o iluminación, formas del relajo. Así, a lo mejor, por eso se leen tantos policiales y novelas románticas, amén de los éxitos de la temporada que se dejaron de lado. Pero también otras cosas porque, para el verano se acumulan libros como quien acumula deudas. El paisaje ajeno, lejano, el olor de la ciudad desconocida o la velocidad de la carretera son excusas suficientes para pagarlas, para hacerse cargo de lo que en otro momento se considería una frivolidad, una excentricidad, una pérdida de tiempo.

Como lector, de vacaciones, uno queda disculpado y se siente –guardando las distancias- como esas estrellas de rock que se van de gira y destrozan habitaciones de hotel por el sólo hecho de que pueden hacerlo. Gente que lanza la tele por la ventana, mete autos en la piscina, mancha con ketchup o sangre las paredes. Leer en vacaciones se parece a eso; no hay que guardar ninguna compostura salvo el hecho de que hay que intentar -como única y variable regla- ajustar las ficciones ajenas a lo que se ve, establecer puntos de contacto o de fuga con el entorno.

Lo anterior sirve para convocar a fantasmas o imágenes que de ningún otro modo hubieran venido. Uno puede exorcisar –como si fuera un tour literario- a Couve en Cartagena o a Parra en Las Cruces aunque en realidad sea mejor olvidarse de ellos y leer a Chandler o a Ballard o a Anne Rice. El litoral central, por sugerir un lugar, se convertiría en el escenario de un crimen, una antesala para un apocalipsis sordo o idiota o un decorado más o menos gótico. Vampiros en Cartagena. Un crimen en el Quisco. El fin del mundo en Algarrobo. Algo por el estilo.

Pero exagero, aunque es cierto que uno lee fuera lo que no lee en casa y cambia de lecturas del mismo modo que cambia de ciudad. Así, de vacaciones, el lector tiene derecho a volverse loco o excéntrico o idiota, mientras se enfrasca en novelones y le compra a los piratas best sellers que prestará o dejará tirados en alguna parte, botados en la arena, en el cuarto de una cabaña.

Lo importante es el cambio de rutina, la agenda que se permite un desliz lector. Y ese desliz es importante. Puede salvar la vida, romper la realidad, convertir las vacaciones en otra cosa. Para cerrar, un ejemplo. Anota Alan Pauls sobre el hecho de haber leído así “Los detectives salvajes” de Bolaño, de casa, de vacaciones y a la deriva “un verano, en un lugar de playa sin luz eléctrica, sin autos, sin agua potable”. Para Pauls “hay libros que tal vez sólo podamos acoger si disfrazamos nuestra hospitalidad de desesperación o de urgencia”. De acuerdo. A uno lo le queda más que perderse en el extraño vacío entre la página y el horizonte, como si en ese rabillo del ojo uno esperara una revelación, un golpe seco, un ruido blanco.


 

making off


* Días raros. He estado fuera que no he podido actualizar esta página más allá de la extrañeza idiota de pensar a Gonzalo Rojas como Nobel y el fallecimiento de Chris Penn –acabo de ver “Perros de la calle” y Nice guy Eddie es total-. Lo que hice: presenté a Baradit el otro día en Viña y fui jurado en “Historias de Mall” con Ema Pinto y Ossandón; leí a Roth de manera enfermiza; di una entrevista en LUN; releí a Perec, de nuevo; no he podido despegarme de “Powers” de Bendis y Avon Oeming. Así que esta entrega sirve como compensación por la ausencia: un super combo de textos. Tres columnas y un artículo. Se hace lo que se puede. Voy y vuelvo.


 

Comelibros: Cameos


En “Los Invisibles”, de Grant Morrison y varios dibujantes –publicado por el sello Vertigo de DC Comics- los personajes viajan por medio de una máquina del tiempo a rescatar al Marqués de Sade de la Francia revolucionaria y llevarlo al presente a un club de sadomasoquismo y música electrónica. “Yo quería una tumba sin lápida. Mi cuerpo en una zanja, mi nombre borrado de la historia, mis obras olvidadas. ¡Pero, mira! Ahora soy inmortal”, dice Sade en medio de la pista de baile y el cuero, sorprendido y feliz y listo para encabezar una rebelión pop mundial.

Adoro la aparición de Sade y me gusta más que Morrison use con total libertad a figuras literarias en sus textos -Coleridge, los Shelley, Byron, Arthur Cravan, Crowley- porque confirma a ratos uno de mis pequeños fetiches lectores: chequear estos cameos algo eruditos en un medio –como lo definió Jodorowsky- de “arte industrial” ya sea funcionando como homenajes o resortes de la trama. Y no es algo tan descabellado porque por ejemplo, en algún capítulo de Batman, Alfred, su mayordomo, le sugería al héroe que las trampas del Acertijo recordaban la obra de de Thomas Pynchon.

Así, pienso en algunos momentos célebres o extraños. Cassidy, vampiro e irlandés, afirmaba salir en un capítulo de “Yonqui” de Burrouhgs mientras recordaba a Dylan Thomas y Brendan Beham, en “Predicador” de Garth Enis y Steve Dillon. H.P. Lovecraft mostraba una fractura espacio temporal en su casa, desde donde salían, por supuesto, esos monstruos imperdibles suyos, en “Planetary/Authority” de Warren Ellis y Phil Jimenez. Un agonizante Robert Louis Stevenson pasaba sus últimos días dando vuelta por los mares del sur, en “Rohner” del español Alfonso Font. Borges se aparecía por partida doble en “Perramus” de Juan Saturain y Alberto Breccia y en “Parque Chas” de Ricardo Barreiro y Eduardo Risso donde atendía una biblioteca laberíntica o infernal. Y Shakespeare –en una cita que agradaría al mismísimo Harold Bloom- escenificaba “Sueño de una noche de verano” para un público de hadas y ogros, en “The Sandman” de Neil Gaiman.

En todas las anteriores citas hay homenajes pero además desviaciones e interpretaciones: a Ennis, lo literario le sirve para hablar del barrio, del apocalipsis a la vuelta de la esquina en Manhattan; Borges –en las manos de Barreiro- aparece lúcido y ciego, afirmado en su imaginación; y Stevenson –vía Font- languidece, se funde en el paisaje, vive la aventura que antes él mismo ha escrito.

Así, todos los cómics mencionados son más de lo que parecen, le sacan el jugo a la intertextualidad porque sus autores saben que un cameo indica otra forma de acercarse al formato, de hacerlo crecer. Y de evolucionar ellos mismos, de paso. Gaiman es ahora novelista. Morrison opera como un ideólogo de vanguardia en medios masivos. Ellis, por un momento, fue el mejor sucesor de Hunter Thompson. Barreiro, lamentablemente fallecido, anticipó en “Parque Chas” el noir fantástico de “La ciudad ausente” de Piglia. Ninguno de ellos le tuvo miedo a la mezcla, al riesgo. Intuyeron que meter en la coctelera a los escritores citados es una manera de traerlos a la vida, de someterlos a la distopía que es toda ficción. Que eso servía para ajustar cuentas y sacudirlos. Tal vez por eso el fenómeno sea tan paradójico, porque se ofrece como una forma inconfesada de devoción de un autor a otro, como un método para procesar –como una visita al maestro o una cita pop- aquellos libros esenciales de los que no se puede desprender y que lo hacer sentir impelido a escribir, por un momento, de nuevo.


 

Perec: el crucigrama de la memoria


Hace años el director yanqui P.T. Anderson (“Magnolia”, “Boogie Nights”) confesaba en entrevista que las historias de sus cintas –obras corales, regidas por el horror y el azar- venían de las listas que hacía. Que las listas, en algún momento se transformaban en relatos. Que esa era su manera de filmar, su modo de escribir.

No sabemos si al francés George Perec (1936), de estar vivo hubiera tenido algo que decir del cine de Anderson o del de nuestro Raoul Ruiz, otro enciplopedista improvisado. Lo que sí sabemos sí que George Perec (1936) fue huérfano, judío, freak de los diccionarios, redactor de crucigramas y que se propuso construir una obra singular regida por la consigna de ceñirse a extrañas que él mismo se establecía. Sabemos también –y esta es la pista que podría dilucidar el crimen, en el caso de que hubiera uno- que fue miembro del OULIPO (“Ouvroir de Littérature Potentielle”, donde estaban entre otros Raymond Quenau y Calvino) que era “una especie de secta de matematifílicos practicantes de los juegos de lenguaje con bastante más humor que los zombis de Nouveau Roman”, al decir de Frederic Beigbeder. Sabemos, intuimos, que su biografía, que ninguna biografía por supuesto, jamás dice nada.

Mejor mirar los libros. Y estos son impresionantes casi siempre: textos donde destacan la obsesión moderna por los objetos (“Las cosas”); una novela sin la letra “e” (“La desaparición”); amén de los esfuerzos –y bajo la influencia de su amigo/socio/maestro Quenau- por disectar ciertos espacios hasta la extenuación. (“Tentativa por agotar un lugar parisino”, “Especies de espacio”), entre otros. Eso, sin contar su novela fundamental: “La vida instrucciones de uso”, que es la asombrosa construcción de un universo completo regido por su propia y vanguardista fuerza de gravedad, algo sin parangón: una novela de seiscientas páginas sobre un caserón de la capital francesa (el Nº 11 de la calle Simon Crubellier), donde el lector se traslada de habitación en habitación –o sea, de historia en historia- siguiendo el movimiento del caballo en el ajedrez y sin repetir jamás una casilla. En ese viaje tremendo se encuentra –entre miles de cosas- con artefactos perdidos, parafraseos literarios, citas a Melville, Verne y Kafka; las historias de los habitantes de la casa; viajes, crímenes, amores, el tiempo suspendido y el tiempo recuperado al modo de un ejercicio de estilo demencial.

Todo lo anterior se exhibe en menor o distinta medida en “W o el recuerdo de la infancia”, que LOM Ediciones acaba de editar en una traducción local facturada por Gloria Casanueva y Hernán Soto; un libro que es una perfecta excusa para leer o releer -“releo los libros que amo y amo los libros que releo”- a Perec. Por supuesto se trata de una experiencia al límite de las formas. “W…” es un libro sobre cómo un autor se hace cargo de sus propios mitos de origen: Perec rastrea ahí sus lazos familiares mientras intercala una narración policial que deviene en un relato utópico. “W…” funciona de este modo como el esfuerzo de un narrador desesperado por anotar, por volver literario el vacío del olvido.

Por un lado el narrador de Perec trabaja con pequeños pedazos –fotos familiares, el polvo posado en un rincón de la memoria, calles olvidadas, tumbas solitarias, nombres perdidos en la bruma del tiempo- que van construyendo su paisaje de infancia como un recuerdo fragmentado que no llega a ninguna parte, que no completa nada pero que está ahí. La familia y sus fantasmas danzan en ese espacio: los dos padres que apenas conoció –uno muerto en el frente y la otra exterminada en Auchtwitz-; las casas adoptivas; los inviernos de una niñez difícil y una vida de fantasmas apenas percibida pero salvada como literatura, como “el último reflejo de una palabra ausente en la escritura, el escándalo de su silencio y de mi silencio; no escribo para decir que no diré nada, no escribo para decir que no tengo nada que decir.” Por otro está el contrapunto demoledor: Perec intercala al lado de su memoria, la historia de W, un islote patagónico donde se ha instalado una utopía deportiva. Perec confiesa que esa historia es la reescritura de algo que dibujó a los 12 años y luego olvidó para recordarlo, ya de adulto, en Venecia. “Todo lo que sabía ocupaba menos de dos líneas: la vida de una sociedad preocupada exclusivamente del deporte en un islote de Tierra del Fuego”. W es un territorio que Perec describe –o inventa o recuerda- desde la lógica paulatina de un campo de concentración. Hay en el lugar una legalidad arbitraria, hasta violaciones colectivas que se escenifican en el texto como un teatro de la crueldad, una distopía que anula voluntades y quiebra cuerpos. Foucault estaría feliz, pero lo que más interesa del asunto es el camino inverso que Perec traza con respecto a su propia memoria: mientras más se envilece la descripción de W, más nítido se vuelve el recuerdo de la infancia. Así, Perec comienza a recordar con más claridad.

¿Pero qué recuerda?. Libros, películas, ciudades, diccionarios. En el fondo “W…” es un exorcismo pero también la historia de un lector que descubre en las palabras la “fuente de una memoria inextingible, de una meditación, de una certeza. Las palabras estaban en su lugar, los libros cuentan historias; se podían seguir, se podían releer y, al hacerlo, reencontrar, magnificada por la certeza de que íbamos a reencontrarlas, la impresión que habíamos sentido la primera vez”. De este modo, en la yuxtaposición entre ficción y memoria se despeja la incertidumbre – aquella confesión inicial de que “como todo el mundo, he olvidado por completo mis primeros años de vida”- sino también la secreta convicción de que el horror del pasado –simbolizado, por qué no en el reino totalitario de W- sana cada vez que se lo recuerda, que la memoria familiar es en realidad una memoria literaria: lo trivial debe volverse mítico porque la única forma de pelear contra la desmemoria y la entropía.

Todo lo anterior golpea y maravilla. Por estos días, de estar vivo Perec hubiera cumplido 70 años. En 1982 se lo llevó un cáncer fulminante. De él quedaron tres cosas, por lo menos: 1) sus libros (donde “W…” se ofrece como un ejemplo perfecto de sus posibilidades narrativas), manuales de composición perfectos de una radicalidad estética y una lucidez literaria escalofriante: Perec es una vanguardia en sí misma, al modo y con el misterio textual y la complejidad de un Pessoa; 2) sus discípulos: una larga lista de hijos no asumidos o huérfanos, de secretos hermanos de armas o parientes lejanos que van desde Cortázar o Jean Echenoz hasta Enrique Vila Matas, pasando por Juan Luis Martínez; nuestra versión extraña, bartleby inevitable y chilena suya; y 3) su foto, como fetiche o síntesis de su estética. Porque la foto –o la cara- de Perec es la imagen perfecta para ser puesta en el escritorio o santuario de algún aprendiz de escritor pero además, una imagen desquiciada –los ojos abiertos impostando la locura- que señala que hemos entrado en un laberinto, que toda literatura es una broma. Los ojos abiertos como mecanismos o artefactos del sin sentido, de la burla o la exacerbación de la razón, el empuje de las formas hacia el abismo de la disolución para emerger desde ahí de nuevo, extrañamente renovadas. Hay una sonrisa enorme y torcida ahí también en la foto. Una sonrisa que no es sonrisa y que es la un tipo que sabe que la ficción es sólo un puñado de reglas hechas para doblarse, para romperse, para inventar otras. Que la forma lo es todo pero que a la vez no es nada: puñados de palabras que se juntan para dibujar los planos de una casa, solucionar algún crimen, anotar la vida, remediar el olvido.

Revista de Libros, 27 de enero del 2006


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