Wednesday, February 01, 2006

 

Comelibros: Cameos


En “Los Invisibles”, de Grant Morrison y varios dibujantes –publicado por el sello Vertigo de DC Comics- los personajes viajan por medio de una máquina del tiempo a rescatar al Marqués de Sade de la Francia revolucionaria y llevarlo al presente a un club de sadomasoquismo y música electrónica. “Yo quería una tumba sin lápida. Mi cuerpo en una zanja, mi nombre borrado de la historia, mis obras olvidadas. ¡Pero, mira! Ahora soy inmortal”, dice Sade en medio de la pista de baile y el cuero, sorprendido y feliz y listo para encabezar una rebelión pop mundial.

Adoro la aparición de Sade y me gusta más que Morrison use con total libertad a figuras literarias en sus textos -Coleridge, los Shelley, Byron, Arthur Cravan, Crowley- porque confirma a ratos uno de mis pequeños fetiches lectores: chequear estos cameos algo eruditos en un medio –como lo definió Jodorowsky- de “arte industrial” ya sea funcionando como homenajes o resortes de la trama. Y no es algo tan descabellado porque por ejemplo, en algún capítulo de Batman, Alfred, su mayordomo, le sugería al héroe que las trampas del Acertijo recordaban la obra de de Thomas Pynchon.

Así, pienso en algunos momentos célebres o extraños. Cassidy, vampiro e irlandés, afirmaba salir en un capítulo de “Yonqui” de Burrouhgs mientras recordaba a Dylan Thomas y Brendan Beham, en “Predicador” de Garth Enis y Steve Dillon. H.P. Lovecraft mostraba una fractura espacio temporal en su casa, desde donde salían, por supuesto, esos monstruos imperdibles suyos, en “Planetary/Authority” de Warren Ellis y Phil Jimenez. Un agonizante Robert Louis Stevenson pasaba sus últimos días dando vuelta por los mares del sur, en “Rohner” del español Alfonso Font. Borges se aparecía por partida doble en “Perramus” de Juan Saturain y Alberto Breccia y en “Parque Chas” de Ricardo Barreiro y Eduardo Risso donde atendía una biblioteca laberíntica o infernal. Y Shakespeare –en una cita que agradaría al mismísimo Harold Bloom- escenificaba “Sueño de una noche de verano” para un público de hadas y ogros, en “The Sandman” de Neil Gaiman.

En todas las anteriores citas hay homenajes pero además desviaciones e interpretaciones: a Ennis, lo literario le sirve para hablar del barrio, del apocalipsis a la vuelta de la esquina en Manhattan; Borges –en las manos de Barreiro- aparece lúcido y ciego, afirmado en su imaginación; y Stevenson –vía Font- languidece, se funde en el paisaje, vive la aventura que antes él mismo ha escrito.

Así, todos los cómics mencionados son más de lo que parecen, le sacan el jugo a la intertextualidad porque sus autores saben que un cameo indica otra forma de acercarse al formato, de hacerlo crecer. Y de evolucionar ellos mismos, de paso. Gaiman es ahora novelista. Morrison opera como un ideólogo de vanguardia en medios masivos. Ellis, por un momento, fue el mejor sucesor de Hunter Thompson. Barreiro, lamentablemente fallecido, anticipó en “Parque Chas” el noir fantástico de “La ciudad ausente” de Piglia. Ninguno de ellos le tuvo miedo a la mezcla, al riesgo. Intuyeron que meter en la coctelera a los escritores citados es una manera de traerlos a la vida, de someterlos a la distopía que es toda ficción. Que eso servía para ajustar cuentas y sacudirlos. Tal vez por eso el fenómeno sea tan paradójico, porque se ofrece como una forma inconfesada de devoción de un autor a otro, como un método para procesar –como una visita al maestro o una cita pop- aquellos libros esenciales de los que no se puede desprender y que lo hacer sentir impelido a escribir, por un momento, de nuevo.


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